Eran las doce de la mañana, y hacía un calor abrasador. Estábamos en pleno agosto, donde la media de duchas al día es de tres y la de cambios de camiseta por sudor de cuatro. Tirado en el asiento trasero del coche no lograba deshacerme del rayo de sol que me cegaba desde hacía un cuarto de hora. En los trayectos largos me gusta tumbarme y mirar el polvo flotar. Por lo menos en la nueva casa habrá mucho polvo, y con un poco de suerte podré entretenerme hasta que comience el curso. Estamos de camino a nuestra nueva casa, en medio de la nada, en un pueblo fantasma asombrosa mente también en medio de la nada. Me incorporé y al instante deseé no haberlo hecho, se me subió el desayuno a la garganta. Apoyé la cabeza en la ventanilla y comencé a adormilar me con el traqueteo del coche. Pero no duró mucho tiempo. No tardé en despertarme cuando vi un cartel oxidado por el salitre en el que si forzabas la mirada y apartabas pintadas y excrementos de gaviotas podía leerse "Campurjo...