Eran las doce de la mañana, y hacía un calor abrasador. Estábamos en pleno agosto, donde la media de duchas al día es de tres y la de cambios de camiseta por sudor de cuatro. Tirado en el asiento trasero del coche no lograba deshacerme del rayo de sol que me cegaba desde hacía un cuarto de hora. En los trayectos largos me gusta tumbarme y mirar el polvo flotar. Por lo menos en la nueva casa habrá mucho polvo, y con un poco de suerte podré entretenerme hasta que comience el curso.
Estamos de camino a nuestra nueva casa, en medio de la nada, en un pueblo fantasma asombrosa mente también en medio de la nada.
Me incorporé y al instante deseé no haberlo hecho, se me subió el desayuno a la garganta. Apoyé la cabeza en la ventanilla y comencé a adormilar me con el traqueteo del coche. Pero no duró mucho tiempo. No tardé en despertarme cuando vi un cartel oxidado por el salitre en el que si forzabas la mirada y apartabas pintadas y excrementos de gaviotas podía leerse "Campurjo". Ahí estaba, mi nuevo pueblo.
Era un pueblo pesquero pequeño, que la base de sus ganancias era gracias al escaso turismo que recibía. Estaba situado en una colina, cuyo pié estaba tragado por el mar. Una ancha calle llevaba hacia un pequeño puerto, rodeada a ambos lados de pulperías, sidrerías y restaurantes. Si alzabas la mirada, podías ver un rebaño de ovejas pastando tranquilamente. Las casas se alzaban detrás de los bares y restaurantes, con complicadas callejuelas en pendiente. Llegamos hasta el pequeño puerto, donde se podían ver pequeños botes y a algunos pescadores recojiendo las redes. El rompeolas que delimitaba el pueblo, sufría constantes choques de fuertes olas, que salpicaban la acera, por donde los pescadores evitaban pasar. El cielo estaba gris, y apenas se podía diferenciar lo que era lluvia o las salpicaduras de las olas, que eran diminutas y ayudaban a dar un ambiente húmedo y frío. En general, era un pueblo bonito, con sus verdes montañas por encima de todo aquello, y su intenso olor a salitre.
Miré a mi madre, que ocupada orientándose con el google maps se perdía aquellas preciosas vistas. La razón de nuestra repentina mudanza era el nuevo empleo de mi madre como psicóloga en el hospital psiquiátrico. Miré por la ventanilla del coche, en busca de dicho lugar el cual hasta ahora no había visto. En el precipicio de el lado izquierdo que bordeaba el pueblo, se podía ver un gran edificio, con unas grandes cristaleras con dirección al mar. Desentonaba mucho con la simplicidad del resto del pueblo, y tenía un ambiente acogedor pero a la vez frío.
- Si te parece pasamos antes por mi trabajo, a ver si me dicen donde está la casa que nos alquilan. Anda, haz el favor y mira tu este cacharro. Ya podrían haberlo hecho más fácil de utilizar -. dijo mi madre dándome su teléfono móvil.- El camión de la mudanza tardará en venir, y no se tu, pero con este tiempo me apetece tomar algo caliente.
-Esperemos que no siga así todo el verano.
Fuimos por una estrecha carretera, en la que por un lado había una colina llena de vegetación, donde se podían ver puntitos blancos a lo lejos, lo que serían un pequeño rebaño de ovejas. Por el otro lado tenias el mar, con unas olas agresivas que no cesaban de chocar contra el rompeolas, que a la vez servía como valla de seguridad. El peso de las maletas, y de todo el equipaje de mano, no ayudaba a nuestro viejo coche en la tarea de subir esa empinada cuesta que hacía zigzag bordeando la colina. Tras cinco minutos de camino, nos encontramos una puerta que nos impedía el paso.
-Esta tiene que ser la puerta de entrada al recinto.- mi madre me arrebató el móvil de las manos.- Avisaré de que estamos en la puerta.
Antes de que mi madre tuviera la oportunidad de marcar el número de teléfono la puerta se abrió.
-Esta es la típica escena que sale en las películas de terror antes de que mueran los protagonistas.
-Deja de decir tonterías, mira, ahí hay una cámara, nos habrán visto venir y habrán reconocido mi matrícula. No hagas esos comentarios dentro, no quiero dar una primera mala impresión en mi nuevo trabajo.
Subimos un poco más hasta llegar a un amplio aparcamiento. Aparcamos lo más cerca posible del edificio, y salimos del coche. Una brisa congelada me dio en la cara. Allí arriba hacía un frío aterrador debido a la altura. Me giré hacia el edificio, donde mi madre ya empezaba a acercarse. De cerca se podía apreciar mejor su estilo rústico. Me recordaba a las casetas que había en el camping al cual iba de pequeño, pero millones de veces más grandes. Unas escaleras de piedra llevaban hasta una gran puerta de madera, con un telefonillo.
Mi madre llamó mientras yo subía las escaleras atropelladamente. Durante la espera pude ver un cartel encima de la puerta en el que ponía el nombre de aquel lugar: Nochdadh.
Una señora, de aproximadamente cuarenta años abrió la puerta. Llevaba el pelo recojido en un moño formal, y sus gafas de media luna le sumaban veinte años más. Iba vestida con una bata blanca, que desprendía un aroma a lavanda.
-Buenos días, soy Marina, la nueva psicóloga. Me dijeron que cuando llegase pasara por aquí para ponerme al día. No quisier...
-Si, la estábamos esperando. Pasen por favor, hablaremos dentro, hace un frío que pela-. Abrió del todo la puerta y un calor reconfortante nos dio la bienvenida.- Venid por aquí, por favor-. dijo mientras nos guiaba por la estancia.
El vestíbulo era muy amplio, y un gran mostrador ocupaba la mitad del lugar. Las paredes estaban recubiertas de madera, y en cada esquina podías encontrar una planta. En el aire flotaba un olor a anís. La recepcionista nos saludó desde detrás del mostrador y siguió con su trabajo en el ordenador. Giramos hacia la derecha y entramos en una especie de pequeña sala de estar, con una chimenea y dos sofás.
-Sentaos por favor, poneos cómodos-. dijo mientras nos ofrecía dos tazas de té.- Me alegro mucho de que hayáis llegado, espero que el viaje se os haya hecho ameno. Me encantaría empezar a enseñarte todo el lugar, pero por reglas de seguridad sólo puede pasar personal autorizado. Las personas que no tienen familiares y no trabajan aquí solo pueden llegar hasta aquí. Espero que no te importe-. Dijo esto último mirándome a mi.
-Oh, claro que no, él se quedará aquí esperándome.
-Bien, ¿vamos?
Mi madre y al señora rara se fueron por una puerta dejándome sólo. Me levanté y me asome a la ventana. Las vistas eran increíbles, daban directamente al mar.
-¡Anda!, pero si tienen té, como le hacen la pelota a los visitantes.- Dijo una voz a mis espaldas. Me giré sobresaltado. Una chica de cabello marrón me miraba fijamente con unos grandes ojos verdes.- Hola.
-¿Quien eres?
-Hola, si, yo también me alegro de conocerte. Soy Cloe, ¿tú?
Un estruendo en el pasillo impidió que contestase a esa extraña individua.
-Ese es mi billete de salida, nos vemos luego, ¿eh?
Dicho eso echó a correr y desapareció. Un enfermero cruzó corriendo el pasillo, tras ella. Pero todo el alboroto que se originó después pasó desapercibido para mí. Solo podía oír su risa cuando había salido corriendo, una y otra vez, como esas melodías que no puedes sacarte de la cabeza. La llegada de mi madre a la habitación me sacó de mi ensueño.
-Ya esta todo organizado, un enfermero nos acompañará al pueblo para enseñarnos la casa. Al parecer es una de las mas grandes que tienen, y seguro que es tan mona como las que hemos visto por el camino, con sus paredes blancas y sus ventanas verdes. Date prisa, hay mucho trabajo por hacer.
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